Hablar de interculturalidad nos obliga a hablar de derechos y libertades fundamentales, de ciudadanía, sin esquivar los riesgos que, sin ninguna duda, merece la pena afrontar para construir sociedades más justas y democráticas. Arriesgarnos a reconocer un estatus de ciudadanía global y cuestionarnos si podemos permitirnos condenar a millones de personas, en todo el mundo, a una carencia absoluta de derechos.